El asesinato de las 40 niñas en el mal llamado Hogar Seguro, dado que nunca fue ni una cosa ni la otra, ha vuelto a hacer sobresalir a Guatemala como noticia internacional por femicidio. Pasé 10 años en Guatemala, de los mejores de mi vida, y tengo un maravilloso hijo guatemalteco. Amo Guatemala, un país que me dio momentos muy felices, grandes amigos, hermanos y hermanas de vida, y momentos muy tristes, pasando por ser testigo de encapuchados, linchamientos, agresiones y sufrir el asesinato de un ser querido y otros de conocidos (una realidad mucho más benigna que la de la mayoría de guatemaltecas y guatemaltecos). Me fui por muchas razones, pero dos primaban por encima de todas: mi familia, quería que mi hijo disfrutara de ella y viceversa; y la violencia, no quería que mi hijo creciera en un país donde la misma se masca en cada instante, y donde el futuro está seriamente hipotecado.
Y nos fuimos. Con tristeza, pero con la esperanza que tiene cualquier emigrante (pues emigrante soy en mi propia tierra) de tener un futuro mejor. La noticia de las niñas me desgarró el alma. Lejos de sentir una cierta alegría por haber dejado Guatemala, sentí decepción, tristeza, rabia, de que cada día la realidad de este bello país me confirme una de las razones que me empujó a dejarlo.
Violencia, impunidad, inseguridad, corrupción, grosero descaro de las clases dirigentes: la “disque” política, y los que están detrás de la misma, militares y finqueros de un país que se desangra ante sus ojos, y que desprecian sin pudor. Sólo estos calificativos pueden hacerme comprender cómo es posible, que ante los gritos de desesperación de niñas y adolescentes que estaban muriendo quemadas, sus verdugos y testigos NO ABRIERON LA PUERTA. Las dejaron morir, despiadadamente, sabiéndose amparados en la ineficiencia de un sistema que ignora la vida de las más miserables.